Siganme los buenos

Hiroshima pálida


Comenzaba la época en la que los cerezos florecían, pronto las calles estarían decoradas de sus hojas rosas pálidas.
Las vacaciones iban a terminar, lo que significaba la vuelta al colegio para Luma.
En un año comenzaría la facultad de medicina, y se mudaría a Tokio con una de sus amigas.
Al igual que todas las tardes del verano, fue al parque para reunirse con sus amigos de la preparatoria.
Takeuchi iba a estar allí. Era uno de los chicos al que Luma más afecto le tenía, o mejor dicho el único que había llegado a su corazón.
La tarde se había hecho noche, el momento de separarse había llegado. Takeuchi decidió acompañarla a su casa. Durante el viaje no cruzaron ni una palabra, la timidez los había hecho sus prisioneros.
En la puerta de la casa, Takeuchi se paró delante de ella.
-Quiero que vengas conmigo al festival mañana – Y le dio un beso.
Luma no supo responder, pero ¿Qué podría decirle? Él ya sabía la respuesta.
No encontró comodidad en la cama, los nervios no la dejaban dormir. Las expectativas del mañana irrumpían su sueño.
La preparación para el festival no disminuyo las ansías. La madre la ayudó para arreglar su cabello y también para ponerse la yukata.
Era la primera vez que tenía una cita.
Antes de dejar la casa se miró por última vez en el espejo de su baño para asegurarse de que el sudor no había corrido su maquillaje.
El despacho la tomó por sorpresa. Ya no vestía su yukata, en cambio tenía un uniforme verde. Dos jóvenes estaban parados a su lado mirando fijamente al general que estaba sentado al otro lado del escritorio.
-No se puede posponer más sargento, es momento de tomar las riendas en esta contienda. Con un sí bastara, no piense en las consecuencias, piense en su futuro.
-Será un espectáculo sin igual, lo podremos ver en la pantalla gracias a la tecnología satelital – Dijo una mujer vestida de azul.
-Tómese unos minutos Sargento Lauren – Le dijo el general y le indicó la salida. Rígida, se levantó de la silla. No apartó la mirada de la puerta y camino derecho hacia ella.
¿En qué idioma le hablaban? ¿Qué había sucedido?
Levantó la mirada otra vez, y buscó al general, pero encontró un espejo ¿Desde cuándo tenía el cabello oscuro?
-No te muevas Luma – Le dijo una mujer mientras arreglaba su cabello.
 ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué le hablaba así a un sargento?
Un niño tiró de su vestido y lo miró. Asustado se escondió detrás de la mujer.
Cuando terminaron de arreglarle el cabello salió al pasillo y bajó las escaleras.
La mujer parecía desearle suerte, le sonreía y agitaba su mano.
En la calle, todas las niñas vestían igual que él. Eran ropas extrañas, de colores llamativos.
La gente hablaba y reía, cantaban canciones en otro idioma, todos parecían disfrutar de la noche. Como no sabía a donde dirigirse, y no era costumbre de él entrar en pánico, siguió a la multitud. Observaba con detenimiento todos los detalles de las calles, las lámparas, los árboles de rosa pálido. Quería guardar todo en su memoria para luego poder contárselo a  Madeleine, su novia, quién decía que él no tenía imaginación y que siempre soñaba con tanques de guerra y batallas.
Cansado de caminar se recostó en un banco.
Los jóvenes salieron al pasillo y la invitaron a pasar. El general le indicó que se sentara nuevamente.
-¿Ya lo ha decidido Sargento? – Los segundos pasaron -¿Me está oyendo? ¿Sargento? – Luma miraba para otro lado, no quería que sus ojos se encontraran con los de él.
Convertido en una bestia, tomó un arma del cajón y la apuntó.
Tenía miedo ¿La lastimaría?
-¡Responda ya! – El miedo presente en su cuerpo la  paralizo, los sentidos la habían abandonado.
Asintió con su cabeza, jugando su vida en ese movimiento. No sabía que era lo que pretendían de ella, pero con eso tendría que bastar o eso creía.
El general retrocedió,  pero no guardó el arma en el cajón. Una sonrisa morbosa se dibujó en su cara.
La mujer de azul hizo una llamada, y encendió la pantalla.
La habitación  fue invadida por una excitación y alegría que le resultaban ajenas.
En la pantalla se podían ver casas y un parque, algunos edificios bajos y si se prestaba atención, podía verse las figuras de las personas.
Al ver esa imagen, lo poco de miedo que le había quedado desapareció. Era su tierra, ella sabía que ese era su lugar, a través de la pantalla se sintió parada allí, debajo de los cerezos, corriendo con sus amigas.
En un segundo, esa imagen que tanta paz le dio, se vio consumida por una luz.
Todas las risas y canciones fueron reducidas al silencio. La tierra pareció dar un giro de ciento ochenta grados. Recostado desde el banco pudo ver a las personas desplomarse y caer al piso. Parecía filmado en cámara lenta.
Trató de levantarse, pero el cuerpo le pesaba. Un calor fuera de lo común recorría su cuerpo.
La gente que había podido levantarse corría por todos lados. Los gritos ya no eran felicidad, transmitían el pánico de todos.
Un joven se acercó a él, y lo tomó de la mano. No podía oírlo muy bien, la explosión le había producido sordera.
Ambos trataban de correr, sentían el cansancio en su cuerpo, y el pánico de que la tierra se volviera a sacudir, no los ayudaba. El humo espeso y el calor, no les permitían respirar. Al mirar atrás, poca gente se había levantado. Todos los que quedaban en el suelo, parecían una obra de arte que tenía como único propósito asustar al espectador.
Pasaron por un pequeño puente, y en el agua buscó su reflejo.
La pantalla mostraba fuego y humo, nada más. Las imágenes eran cada vez menos precisas, pero transmitían perfectamente el mensaje.
El general y la mujer de azul brindaban, y los jóvenes reían ¿Qué clase de felicidad podía producirles esa escena?
Sentada en la silla, poco a poco comprendió lo que había sucedido. Ella había dado una orden que destruyó ese lugar, ese paisaje que la había hecho sentirse en su casa. El general sacó una bandera y la rompió. Ella conocía esa bandera, desde pequeña su madre le había enseñado, su maestra también. Volvió a mirar la pantalla y comprendió.
Aquel pueblo, aquellos edificios, no se parecían a su tierra, eran su tierra.
Salió corriendo de la oficina, pero su cuerpo le resultaba más pesado de lo normal. Se quitó los borregos y la camisa que tanto le oprimía el pecho. Tenía que ir a su casa, pedirle perdón a su familia y a Takeuchi. Pero no podía, estaba lejos, en una oficina donde la gente hablaba otro idioma, reía y vestía ropas extrañas.
Debajo de unas escaleras encontró un banco, aislado del ruido, se recostó en él.
El joven aún no lo había soltado, llevaban un largo rato corriendo pero no parecían llegar a ningún lado ¿A dónde corrían? Mucha gente fue desistiendo, eran pocos los que seguían luchando.
Llegaron a una zona residencial completamente destruida, parecía que la explosión hubiera sido en el medio de esa calle. Luego de tanto tiempo, el joven lo miró a los ojos y apuntando a una casa le dijo algo. Él no lo entendió, pero por lo que sabía, y entendía de la situación, quería entrar a buscar alguien allí.
La casa había sido sacudida completamente. Era imposible que alguien hubiera sobrevivido.
El joven le soltó la mano, y al hacerlo Lauren sintió se sintió desprotegido, parecía que la unión de sus manos lo hubiera mantenido ajeno a la realidad. El joven se adentró poco a poco en los escombros, mientras que él lo seguía.
Vio la escalera por la cual había bajado horas antes. Era la casa de la chica, la casa de él.
Uno de los jóvenes que había estado con ella en la oficina, la fue a buscar. Cuando la encontró tomó su brazo, pero ella se resistió, no quería volver a la oficina, no quería ver al general riendo, ni a la mujer de azul festejando.
Solo quería arrancarse la culpa que se alimentaba de su cuerpo. Nunca había sentido tal dolor en el alma. Los gritos de todas las personas en su interior no la dejaban reaccionar, solo quería desaparecer. Deseaba mil veces volver a la habitación y decir que no. Enfrentarse al general, y que este la matara si eso significaba evitar la destrucción.
Pasadas unas horas, le gente dejó las oficinas, así que volvió al lugar donde había cometido el genocidio. Se sentó en la silla y miró hacia delante.
Al final del pasillo, vio los cuerpos de la mujer y del niño tirados. No tenía ninguna conexión con ellos, pero tal imagen destrozaba su alma.
Entró en la única habitación que conocía de la casa, necesitaba un lugar donde sentirse acogido. El baño era más pequeño de lo que recordaba, algunos azulejos se habían roto, al igual que el espejo. Solo quedaba un pequeño fragmento en su lugar.
Era la primera vez que estaba en una situación como esta. Sabía que al salir nuevamente tendría que enfrentarse con una realidad que había pasado a ser la suya.
Antes de dejar la casa, se miró por última vez en el fragmento del espejo, el maquillaje se había corrido, y más allá pudo ver a un sargento llorar.

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